miércoles, 30 de septiembre de 2009

Calidad de Vida


Aquí, donde lleno mis pulmones con aire y verdín. Aquí en este bosquecillo donde tantos viven y tantos venimos a vivir, algún día, en nombre del progreso, un avispado y pragmático regidor municipal, aspirante a calle; que sin duda pertenecerá a un partido que en sus siglas ocultará sagradas palabras como: pueblo, libertad, democracia, obrero...etc, cederá los terrenos para una urbanización o un campo de golf.
Luego, cuando hayamos salido de las cavernas, nos deslumbrarán con modernos edificios inteligentes  y  helicópteros que, cual cazadores de safari, se posarán sobre los llorosos tocones de robles centenarios. Nos maravillarán con el higiénico césped artificial: sin lombrices, sin sucios escarabajos peloteros y sin ese alérgico elemento que los antiguos llamaban yerba. Babearemos, y los más entregados aplaudirán, ante las falditas y muslos bronceados, los pantalones bombachos acariciados por fustas, los bólidos descapotables, las piscinas climatizadas con techos deslizantes,  los polos de cocodrilo francés auténtico, las pamelas de organdí y los atractivos y exóticos caddies marfileños.

Ni que decir tiene que tan enriquecedor y espléndido desfile lo presenciaremos tras doble alambrada de cinco metros de altura, tan tupida, que nuestros generosos y agradecidos visitantes no podrán siquiera echarnos cacahuetes, a no ser que se molesten en pelarlos. Aunque es posible que agasajen a nuestro alcalde y su señora dejándoles sacarse una foto con ese enorme mayordomo con charreteras que tapa la entrada principal.

Si como es de suponer estimado lector tú también te has dejado seducir por el canto de las sirenas y esperas a mi lado, impaciente, un maní, compartirás conmigo el sabio discurso u homilía de nuestros líderes vanguardistas, nuestros faros, los maquinistas que conducen con mano de hierro el tren de la modernidad, o sea: los banqueros, los vendedores de armas y de medicinas, los magnates de los medios de información.....que siguen recitando sus letanías:

*Aquí, mimetizados en roca, los dinosaurios duermen desde hace siglos, permitiendo que en sus entrañas aniden las mariposas y que de sus profundas heridas broten verdes lagartos y rojas hormigas:
- Oíd, inútiles e inertes elementos improductivos, os despertaremos con dinamita y vuestras esquirlas alfombrarán nuestras carreteras.

*Ese cándido arroyuelo que tararea entre los sauces y juega distraido con los guijarros ha cometido el grave descuido de no huir hacia el centro de la tierra: sea pues privado de libre curso, entubado y obligado a refrigerar reactores nucleares.

*Y esas montañas sinuosas, procaces, de pecaminosas formas; que se elevan altivas contra el cielo, que a veces se visten con trajes ostentosos y otras se coronan de blanco sin que corra por sus torrenteras la sangre azul: ardan por los cuatro costados y acaben sus días en las fauces trituradoras de los monstruos mecánicos con dientes de acero. ¡Hagamos plano el Himalaya para que los sherpas vivan más cerca del mar!.

*Todas las semillas a mi banco que yo os daré de comer, siempre que lo merezcáis y me hagáis feliz. Yo, Saturno, devoraré el hambre del mundo para eso he inventado los transgénicos, las multinacionales y la globalización;  pero no me salgáis respondones, ya sabréis por Goya qué le pasó a mi hijo.

*Y para acabar estas reflexiones, queridos hermanos, tengamos en cuenta que lo mejor para nosotros, los ricos, está por llegar: 778 canales televisivos que se podrán ver en una caja de cerillas electrónica; móviles de quinta generación que se regalarán con paquetes de magdalenas; fantásticas orgías virtuales con auténticas muñec@s espaciales; maravillosas operaciones de cambio de sexo (todos hermafroditas) para conseguir el máximo individualismo; máquinas robot, en lugar de autómatas humanos, para que se dediquen a la política; ataúdes con moviola que resucitarán a todos los que se llamen Lázaro.....y más....mucho más por el módico precio de la sumisión.
No hagáis caso de utópicos ecologistas, pacifistas, anticapitalistas y otras gentes de mal vivir; ellos no tienen dinero, luego, nunca podrán comprar la verdad. ¿Verdad?.






La exageración es la lupa de la evidencia
Jaht   

domingo, 20 de septiembre de 2009

Días de Pimentón


Ha madrugado más que nadie para respirar el aire fresco y virgen de la mañana. Media hora antes de que lo recojan ya está sentado en el banco que un día fue verde y hoy luce tatuado con nombres, fechas y corazones. Es el momento del día que más le gusta, ese instante en que la luz comienza a imponerse y la noche se va, remolona, llevándose encadenados todos los miedos y fantasmas; cuando aún no han aparecido los inquietantes e imprevisibles seres humanos, cuando te reconoces a tí mismo y los perros paran para mirarte. Fuma, mezclando el humo con frías bocanadas de puro oxígeno, como si cada calada fuera agua que cura la sed. ¡Cómo se parecen los amaneceres!, piensa mirando muy lejos; y a continuación en una isleta del asiento rotula con la punta de la cuchilla un nombre de mujer.

Son las siete. José para la DKW al lado del pilón, se apea y se dirige precipitadamente a la casa más escondida y vieja de la plazuela, dentro del coche dormitan dos hombres que diferencian sus generaciones por la colocación de las viseras de sus gorras (una en el cogote y otra sobre los ojos) y una joven con cascos insertos en sus orejas que masca chicle rítmicamente.
Se apagan las farolas de la calle justo cuando el conductor, refunfuñando, aparece delante de lo que parecen un matrimonio de mediana edad y su hija adolescente.
-Es el último día que os espero. La próxima vez os quedáis en tierra; ¡como que me llamo José!
-Vale Pepe, tienes razón, ya sabes cómo son las mujeres. ¡Buenos días a todos, menos a uno!, -saluda jocosamente el rubicundo personaje en el momento de subir al desvencijado transporte-
El vehículo avanza hacia la salida del pueblo y antes de enfilar hacia las vegas se detiene tres veces para engullir a otros tantos seres oscuros, el último se acerca a la furgoneta guardando su navaja en la bolsa de los bocadillos.

La tierra es parda y los surcos infinitos. El rojo maduro pone una nota de color en un paisaje que, aún sin sol, parece únicamente pintado en grises. La cuadrilla, al ¡vamos! estentóreo del capataz, inicia su lenta y fructífera marcha arrastrando los sacos y comenzando la cuenta atrás a partir de 28.800, el número de segundos que quedan, el número de pimientos que faltan.
Unas horas después el rey del firmamento irradia tan a plomo que no permite siquiera la sombra del sombrero y el fogonazo abrasador perla de sucio sudor las montaraces facciones de ellos y traza regueros marrones en las sonrosadas mejillas de las mujeres; unos y otros limpian el excedente de sus barbillas y cuellos con pañuelos de mil colores. Los jornaleros se afanan en llegar los primeros al final de la senda, recuperar la verticalidad y disfrutar así de más tiempo de descanso antes de dar la vuelta. La muchacha más joven, a la zaga, se queja de que le ha tocado el corte más difícil, el de pimenteras más cargadas; la madre ayuda y el padre da ánimos cantando guasón: "Mi niña Lola, mi niña Lola; se le ha puesto la carita del color de la amapola..."

Ha acabado el surco de rodillas. Se levanta e intenta enderezarse, las manos sobre los ardientes lumbares, los dientes apretados aspirando y enfriando la cálida brisa; debe tener el dolor instalado en el cerebro porque su espalda, ahora, es de corcho. La voz de su abuela le llega nítida: " Aplícate Jerónimo, o te veo rebuscando calzones*...".¡Qué razón tenía la "jodía"!, se dice mientras se desentumece andando hacia el botijo. Alza los brazos y tapa el sol con el barril, cierra los ojos y se sitúa bajo el chorro imaginándose desnudo bajo las cataratas Victoria, hasta que el graciosete de turno le hinca un dedo en la barriga recordándole que ya ha pasado el avión. Necesita pensar en las caricias de su novia, y en que sólo quedan cuatro horas, para no desertar e incorporarse de nuevo a la formación horizontal que barrerá el campo en sentido contrario. Y así durante un mes. ¡Qué razón tenía la "jodía".

A lo lejos dos caballos galopan el camino entre nubes de polvo, van hacia los chopos del río; alguien, mirando al encargado, comenta que son el amo de la finca, el que aparece en las latas, y su última novia que han venido de Madrid para pasar el puente. José, que llena y cose las maquilas, masculla y aprovecha para escupir la colilla que dormía apagada en sus labios. Con el salivazo han caído algunas indescifrables palabras de desprecio para los nuevos señoritos y una advertencia para los currantes:
-Vamos, vosotros a lo vuestro, que no váis a desquitar los cuarenta euros y dejad ya los cotilleos, que hoy hemos de acabar esta haza. Tú, el "arriñonao" y tú Serafín id cargando el tractor y arreando "pa" los secaderos.

Serafín es la mano derecha de José, es perro viejo, fue mediero en esta misma finca cuando la llevaban los anteriores dueños, los murcianos. Ahora le va mejor en el trabajo, menos escaliento; aunque ya para qué.... La muerte de su único hijo no le ha descansado, como imaginó en un tiempo; la puta heroína se llevó también las ganas de vivir de su mujer que callejea desde entonces como un alma en pena, buscando la puerta por donde debió marcharse su niño.
Prefiere, en la campaña, quedarse en la parcela y, casi por el mismo precio, encargarse de todo el largo proceso: almacenamiento, secado al humo de encina, machacar, encañar, despezonar.....; tostarse con las guindillas en lo alto del sequero: purgatorio suyo e infierno para otros con menos pecados; dormir al lado de la lumbre y el hurgón; oler todo él a picante y despedir cada saco que sube para el molino, sintiendo más cerca el fin del otoño y la temida vuelta a casa.

La tarde parece tener prisa y la gran luna pálida aguarda expectante la hora del alumbramiento. Los pimentoneros se lavan metidos en la acequia hasta las rodillas y un halo de compañerismo y complicidad los une, como si fueran soldados supervivientes de un duro combate. Minutos después la achacosa DKW trepa hacia el pueblo llena de seres cansados y satisfechos que juntan fuerzas para pronunciar pronto un escueto: ¡hasta mañana!.
Al llegar al parque, José, hace su primera parada y apea al último que subió por la mañana. El hombre, tímidamente, dice adiós con la mano y se dirige anhelante al escaño metálico que le vió partir de temprano. Se sienta, enciende con parsimonia un cigarrillo y aspira profundamente perdiendo la mirada húmeda en el horizonte en llamas, donde acaba La Vera.
¡Cómo se parecen los atardeceres!, piensa mientras acaricia con el dedo índice las nuevas letras, las que forman un nombre de mujer: Aisha.

*Se llaman calzones a los pimientos dobles o mellizos, poco comunes, y que alentaban la falsa leyenda de que al encontrar el quinto te ibas para casa con el jornal ganado.

Jaht

A todos los que no aparecen en las latas: los seres anónimos que viven bajo los sombreros y colorean con su sangre el mejor pimentón del mundo.

sábado, 12 de septiembre de 2009

Severine




En la inmensa casa, la campana del reloj rebotó de pared en pared antes de conseguir despertar a Severine que tenía su oreja junto a ella. Tengo que rebajar la dosis de dormidina, se dijo desde el más allá. Eran las siete de un nuevo día que comenzaba, como el resto de los días de sus diez últimos años, casi sola. Lejos, en otras habitaciones de la casa, estaban sus hijos y más lejos aún, tal vez a miles de kilómetros se hallaba su marido. Hacía tiempo que había perdido la pista de sus últimas actividades: ...algo así como comisionado de una empresa que tenía que ver con la Unesco y los libros de texto para países en desarrollo, o al menos eso había contado en su última estancia; de ello hacía tres semanas.
Nuestra náufraga, en una isla de lujo, hubo de hacer un esfuerzo titánico para llegar bajo la cascada del jacuzzi y recomponer así su autoestima, y recobrar después su confianza al embadurnar sus apretados muslos y el resto de su cuerpo con una innecesaria crema reafirmante.

Luego tocó levantar a Michel, que a sus ocho años se consideraba ya el hombre de la casa, y por tanto actuaba con responsabilidad y a Melanie que era una caprichosa señorita de cinco años sin complejo de un invisible Edipo.
Severine había elegido esa situación y tenía que afrontar los hechos. No fue una decisión gratuita. Tuvo que escoger entre el amor pobre y el placer del confort, y ella que era muy cerebral optó, sin ahorrar lágrimas, por la seguridad. Papá y mamá la ayudaron a dar el paso y ahora estaban orgullosos de sus consejos: efectivamente, su bella hija merecía algo más que un músico iluso.

Melanie hubo de comerse el donuts dentro del coche porque como siempre, y ese miércoles no podía ser la excepción, a la niña le salió la vena contestataria y se retrasó más de lo debido. Diez minutos más y perdería de vista al diablillo durante el resto de la mañana; siete horas para recoger a Miguelito que desglosaría con detalle todos sus éxitos en la jornada escolar.
Jacobo había llamado, desde Perú, para decir que estaría de vuelta en una semana y que en esta ocasión, afortunadamente, podrían disfrutar de su compañía, al menos tres días. Severine redondeó con un rotulador rojo el día y escribió la hora: 5 de la tarde.

La elegancia, delicadeza y frialdad de la madre de los dos alumnos del Liceo Francés era admirada y envidiada a la par por los progenitores del resto de sus compañeros. También eran motivo de comentario su palidez diamantina y su infinita discreción. Sin duda el ejecutivo, al rentable servicio de una causa justa, era un ser afortunado y había encontrado una mujer ejemplar.

Tras dejar a buen recaudo a sus retoños tomó el Metro para visitar a sus padres, en el extrarradio y a las diez ya estaba de vuelta. En la estación de Las Maravillas, cuando caminaba hacia el aparcamiento, un músico de Jazz, con las manos embutidas en mitones, atrajo su atención y tras escuchar con detenimiento tras una columna, un conocido tema que la hizo llorar, escribió algo en un billete de diez euros y lo depositó en la funda del saxo.
Conmovida, recogió el Lexus y rodó hacia su casa no sin antes detenerse para comprar en una tienda Delicatessen cerca del complejo residencial; el servicio tenía el día libre. Atravesando el bosquecillo aceleró como si de pronto hubiera recordado algo y no cerró las cancelas del frondoso jardín.

Al entrar en la finca encerró los dóberman, desconectó la alarma y tras dejar el coche; desde el garaje, seleccionó en el hilo musical un álbum de John Coltrane para que deshelara todos los yertos rincones de aquel gélido palacete. Abrió la puerta de la vivienda y colocó algo bajo el felpudo, cerró y una sonrisa malévola iluminó su cara transparente mientras se quitaba el sombrerillo que mantenía enjaulados sus rubios cabellos ensartados en dos largas agujas coronadas por mariposas. Una a una fue desparramando por escaleras y pasillos todas las prendas que la vestían. Al llegar a su dormitorio, adornada sólo con un negro liguero; tras sacar algo de una mesilla, colocó una venda roja sobre sus ojos y se tumbó en la blanquísima cama alzando sus brazos y esposándolos en el cabecero.
Después el tiempo se convirtió en espera y el saxo tenor de Trane marcó los segundos y empujó la sangre hacia los rápidos del deseo.

Tres temas después Severine oyó, en un tiempo muerto, que alguien hollaba las tablas del portal y pudo imaginar que unos dedos, cubiertos a medias, recogían ávidos dos llaves debajo de la alfombra. Luego el sonido, cuando Coltrane respiraba, se convirtió en roce y en pasos que la mujer interpretó como ropa que resbalaba paulatinamente del cuerpo de quien pronto estaría frente a la puerta sopesando qué hacer con la llave más pequeña. Si todo salía como había calculado, en ese momento estaría sonando:

My one and only love.
Jaht

A Belle de Jour que en mi vida fue antes mujer que flor. Perdón, Buñuel, por permitirme esta humilde versión.

jueves, 3 de septiembre de 2009

¡Pilar, hija!


No pasaban demasiadas cosas en aquel pueblo de montaña y menos a estas alturas del año en que era más la gente que salía: vendimiadores, turistas, estudiantes..., que la que entraba. La teoría de Heliodoro respecto a este hecho, el de la falta de acontecimientos, era que la culpa la tenía la televisión: "Desde que todo pasa ahí dentro aquí fuera nada es importante, demasiada competencia"-sentenciaba en voz alta y amenazando con el dedo al aparato de la terraza del kiosco-.

El verano había sido muy largo y aún coleaban temperaturas demasiado altas para esas fechas. En la dehesa los árboles levantaban implorantes sus brazos secos y amarillos pidiendo al cielo húmeda clemencia y las vacas regresaban del pantano, moviendo la cabeza y rumiando improperios por el paseo baldío.

Los oradores de la plaza se veían obligados a repetir sus historias, con la inmediata estampida de parte del auditorio y la cara de resignación de aquellos que no tenían fuerzas para salir corriendo, o les faltaba imaginación para urdir una excusa que justificara la huida.
Comenzaba a ser preocupante no sólo la falta de lluvia, también la escasez de sucesos. Hablar de lo del periódico era un sucedáneo que sólo consolaba a los parlanchines débiles. ¡Qué era eso al lado de verdaderas crónicas autóctonas, historias con enjundia: separaciones, cuernos, accidentes, peleas...! La vida se deshidrataba en Luciañez y los cerca de cinco mil habitantes no daban ni para un escandalillo; ya sólo crecía la mala hierba del aburrimiento.
Así las cosas, la llegada de aquella mujer en el último autobús de la capital sirvió de revulsivo y prendió de inmediato una llamita de esperanza.

Cayó en el pueblo a las ocho de la tarde. Viajaba sola y era una hembra, según Santiago, de ganadería selecta a juzgar por su vestimenta, perfume y apostura. Nadie la conocía y tampoco la sacaron ningún parecido con los aborígenes. Tras retirar una maleta con ruedas, se dirigió atravesando la calle al bar del parque, pero antes paró a refrescarse en la fuentecilla, a la que restaba poco para quedarse sólo con sus tres primeras letras. Ante la mirada expectante del grupo de paisanos que palillo en boca mastica sus primeras conclusiones; acarició su frente, cogote y cuello con el pañuelo empapado y después con parsimonia y delicadeza frotó también sus antebrazos. Se sentó en la terraza, pidió café y agua fría; y fumó tranquilamente perdiendo la vista en las últimas pinceladas de luz rojiza que se precipitaban tras el cerro más lejano y escuchando, no sabemos si entendiendo, los murmullos que su presencia despertaba. Luego respiró profundo, pagó, agradeció al camarero con una sonrisa sus atenciones y se dirigió despacito a la parte alta del pueblo escribiendo con sus piernas, su falda y sus tacones una página nueva en el diario de sus moradores y en las calles empedradas del casco viejo.
A las doce de la noche, antes de retirarse, un poco más tarde que otros días, el "servicio de información" sólo había averiguado que montó en un apeadero del cruce de Lechosilla (equidistante entre Luciañez y Madrid), que había pagado con un billete de cincuenta euros y que se albergaba en la Casa Rural Tía Felisa. Pocas pistas pero suficientes para abrir el expediente.

Al amanecer, la misteriosa mujer, hembra o dama, ya corre por la desierta carreterilla de cinco kilómetros que nos lleva a la pedanía de Cerro Morisco embutida en un chándal rosa, con un pañuelo del mismo color que recoge su oscura melena y repartiendo simpáticos buenos días a los madrugadores ciudadanos que la miran entre atónitos y divertidos. Al poco de volver y tras una ducha reconfortante, un desayuno reparador y un primer reconocimiento del lugar, se empieza a hablar en las tiendas de la llegada de una tal Pilar, "...que dicen que es una señora muy guapa y muy agradable, pero que no sabemos a qué se dedica, ni a lo que ha venido.... a lo mejor es maestra".

Las horas de cañas sirven para humanizar a Pilar y para ahuyentar complejos pueblerinos; de fácil trato, se mezcla y hace comentarios incluso de tipo meteorológico o futbolístico: "...este Barça enamora". Está muy interesada en todo lo concerniente a Luciañez y comarca y hace cientos de preguntas halagando a los interpelados con la atención que pone en sus respuestas. Ahora, más de cerca se puede apreciar que efectivamente está muy bien acabada, en todos los sentidos: esbelta pero redonda, fuerte y delicada, seria y risueña, culta y sencilla; en fin, una bella con alma.

Una semana después todos conocían a Pili y ella retenía ya no menos de cien nombres. Sus relaciones no tenían límite: desde el cura y el sargento a los parroquianos del centro de desintoxicación, alternaba con los conservadores y con los rojos, hablaba con las mujeres en las tiendas y con los hombres viendo corridas de toros....Y escuchaba, sabía escuchar, algunos la contaron secretos que habían decidido llevarse a la tumba. Para unos era la novia que siempre quisieron tener, para otros una hija, la mejor de las amigas para los solitarios, los más jóvenes la veían como una madre marchosa y los rijosos (y rijosas que también las había) como un lujo para la cama.
Pero Pilar era hábil y resbaladiza y aunque siempre estaba cerca nunca llegó a mancharse con ninguna de las historias que la llevaron involuntariamente más allá de la confidencia para convertirla en cómplice. También esquivó varias celadas afectivas que la tendieron, la más complicada sin duda la del Policía Municipal que la asaltó en pleno jogging amenazando con cortarse las venas si no leía los poemas de amor que había escrito para ella; aquella mañana batió el récord de su recorrido habitual.

Los primeros vientos frescos trajeron las primeras nubes negras que fueron recibidas con alborozo pues se intuía que vendrían preñadas de agua y la mayoría de los vecinos, sin importar edad, se apresuraron en poner a buen recaudo la despensa del invierno: los cogollos de marihuana que reventaban de lujuria y aroma. Nuestra amiga ayudó alegremente en la cosecha y cató algunas excelentes muestras.
Aquellos primeros soplos otoñales se llevaron también a Pilar, tan misteriosamente como había llegado, sin previo aviso, sin un número de teléfono y sin saber dónde se podría preguntar por ella. El hueco que dejó en el banco de la plaza, en la barra de los bares, en la peluquería, en los invernaderos.... parecía más bien un socavón, ¡tan grande era su ausencia!.
Los luciañegos nunca olvidarían a aquella mujer especial y fantástica.

¡Y tanto!..La reconocieron inmediatamente bajo un uniforme, desde el que impartía ordenes, el día que la brigada de estupefacientes tomó el pueblo, el día que abrieron los telediarios con una montañita verde que iba creciendo a medida que los guardias civiles vertían cajas de cartón, el día en que trescientos vecinos viajaron en furgones para ver a un juez; los oradores de la plaza se frotaban las manos viendo pasar el cortejo.
Jaht

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