jueves, 3 de septiembre de 2009

¡Pilar, hija!


No pasaban demasiadas cosas en aquel pueblo de montaña y menos a estas alturas del año en que era más la gente que salía: vendimiadores, turistas, estudiantes..., que la que entraba. La teoría de Heliodoro respecto a este hecho, el de la falta de acontecimientos, era que la culpa la tenía la televisión: "Desde que todo pasa ahí dentro aquí fuera nada es importante, demasiada competencia"-sentenciaba en voz alta y amenazando con el dedo al aparato de la terraza del kiosco-.

El verano había sido muy largo y aún coleaban temperaturas demasiado altas para esas fechas. En la dehesa los árboles levantaban implorantes sus brazos secos y amarillos pidiendo al cielo húmeda clemencia y las vacas regresaban del pantano, moviendo la cabeza y rumiando improperios por el paseo baldío.

Los oradores de la plaza se veían obligados a repetir sus historias, con la inmediata estampida de parte del auditorio y la cara de resignación de aquellos que no tenían fuerzas para salir corriendo, o les faltaba imaginación para urdir una excusa que justificara la huida.
Comenzaba a ser preocupante no sólo la falta de lluvia, también la escasez de sucesos. Hablar de lo del periódico era un sucedáneo que sólo consolaba a los parlanchines débiles. ¡Qué era eso al lado de verdaderas crónicas autóctonas, historias con enjundia: separaciones, cuernos, accidentes, peleas...! La vida se deshidrataba en Luciañez y los cerca de cinco mil habitantes no daban ni para un escandalillo; ya sólo crecía la mala hierba del aburrimiento.
Así las cosas, la llegada de aquella mujer en el último autobús de la capital sirvió de revulsivo y prendió de inmediato una llamita de esperanza.

Cayó en el pueblo a las ocho de la tarde. Viajaba sola y era una hembra, según Santiago, de ganadería selecta a juzgar por su vestimenta, perfume y apostura. Nadie la conocía y tampoco la sacaron ningún parecido con los aborígenes. Tras retirar una maleta con ruedas, se dirigió atravesando la calle al bar del parque, pero antes paró a refrescarse en la fuentecilla, a la que restaba poco para quedarse sólo con sus tres primeras letras. Ante la mirada expectante del grupo de paisanos que palillo en boca mastica sus primeras conclusiones; acarició su frente, cogote y cuello con el pañuelo empapado y después con parsimonia y delicadeza frotó también sus antebrazos. Se sentó en la terraza, pidió café y agua fría; y fumó tranquilamente perdiendo la vista en las últimas pinceladas de luz rojiza que se precipitaban tras el cerro más lejano y escuchando, no sabemos si entendiendo, los murmullos que su presencia despertaba. Luego respiró profundo, pagó, agradeció al camarero con una sonrisa sus atenciones y se dirigió despacito a la parte alta del pueblo escribiendo con sus piernas, su falda y sus tacones una página nueva en el diario de sus moradores y en las calles empedradas del casco viejo.
A las doce de la noche, antes de retirarse, un poco más tarde que otros días, el "servicio de información" sólo había averiguado que montó en un apeadero del cruce de Lechosilla (equidistante entre Luciañez y Madrid), que había pagado con un billete de cincuenta euros y que se albergaba en la Casa Rural Tía Felisa. Pocas pistas pero suficientes para abrir el expediente.

Al amanecer, la misteriosa mujer, hembra o dama, ya corre por la desierta carreterilla de cinco kilómetros que nos lleva a la pedanía de Cerro Morisco embutida en un chándal rosa, con un pañuelo del mismo color que recoge su oscura melena y repartiendo simpáticos buenos días a los madrugadores ciudadanos que la miran entre atónitos y divertidos. Al poco de volver y tras una ducha reconfortante, un desayuno reparador y un primer reconocimiento del lugar, se empieza a hablar en las tiendas de la llegada de una tal Pilar, "...que dicen que es una señora muy guapa y muy agradable, pero que no sabemos a qué se dedica, ni a lo que ha venido.... a lo mejor es maestra".

Las horas de cañas sirven para humanizar a Pilar y para ahuyentar complejos pueblerinos; de fácil trato, se mezcla y hace comentarios incluso de tipo meteorológico o futbolístico: "...este Barça enamora". Está muy interesada en todo lo concerniente a Luciañez y comarca y hace cientos de preguntas halagando a los interpelados con la atención que pone en sus respuestas. Ahora, más de cerca se puede apreciar que efectivamente está muy bien acabada, en todos los sentidos: esbelta pero redonda, fuerte y delicada, seria y risueña, culta y sencilla; en fin, una bella con alma.

Una semana después todos conocían a Pili y ella retenía ya no menos de cien nombres. Sus relaciones no tenían límite: desde el cura y el sargento a los parroquianos del centro de desintoxicación, alternaba con los conservadores y con los rojos, hablaba con las mujeres en las tiendas y con los hombres viendo corridas de toros....Y escuchaba, sabía escuchar, algunos la contaron secretos que habían decidido llevarse a la tumba. Para unos era la novia que siempre quisieron tener, para otros una hija, la mejor de las amigas para los solitarios, los más jóvenes la veían como una madre marchosa y los rijosos (y rijosas que también las había) como un lujo para la cama.
Pero Pilar era hábil y resbaladiza y aunque siempre estaba cerca nunca llegó a mancharse con ninguna de las historias que la llevaron involuntariamente más allá de la confidencia para convertirla en cómplice. También esquivó varias celadas afectivas que la tendieron, la más complicada sin duda la del Policía Municipal que la asaltó en pleno jogging amenazando con cortarse las venas si no leía los poemas de amor que había escrito para ella; aquella mañana batió el récord de su recorrido habitual.

Los primeros vientos frescos trajeron las primeras nubes negras que fueron recibidas con alborozo pues se intuía que vendrían preñadas de agua y la mayoría de los vecinos, sin importar edad, se apresuraron en poner a buen recaudo la despensa del invierno: los cogollos de marihuana que reventaban de lujuria y aroma. Nuestra amiga ayudó alegremente en la cosecha y cató algunas excelentes muestras.
Aquellos primeros soplos otoñales se llevaron también a Pilar, tan misteriosamente como había llegado, sin previo aviso, sin un número de teléfono y sin saber dónde se podría preguntar por ella. El hueco que dejó en el banco de la plaza, en la barra de los bares, en la peluquería, en los invernaderos.... parecía más bien un socavón, ¡tan grande era su ausencia!.
Los luciañegos nunca olvidarían a aquella mujer especial y fantástica.

¡Y tanto!..La reconocieron inmediatamente bajo un uniforme, desde el que impartía ordenes, el día que la brigada de estupefacientes tomó el pueblo, el día que abrieron los telediarios con una montañita verde que iba creciendo a medida que los guardias civiles vertían cajas de cartón, el día en que trescientos vecinos viajaron en furgones para ver a un juez; los oradores de la plaza se frotaban las manos viendo pasar el cortejo.
Jaht

3 comentarios:

Jara dijo...

Un relato genial,buena narrativa,
bien estructurado,con suspense
y !qué final!
..la bella con alma..
!Qué hij.. pu..!
Repito !GENIAL!
Un abrzote.

Candela dijo...

¿Nunca has pensado en escribir una
novela? Creo que tienes muchas
cualidades para ello.
Sufriendo este calor que nos castiga este verano,imagino a Pilar refrescandose en la fuente bajo las miradas de los paisanos y escribiendo con sus tacones una página nueva en el diario de sus moradores.
Como ya dijo Jara, es genial.

Un abrazo.

Anónimo dijo...

Suele ocurrir en los pueblos que se mira con desconfianza al forastero, entendiendo por forastero incluso al residente de un pueblo vecino, o al pobre emigrante que esperando que le recogan en la madrugada para ir a trabajar supone una amenaza inexplicable para una también inexplicable señora del pueblo en cuestión. Y sin saber porqué, inexplicablemente se fian de una Pili cualquiera. Tiene huevos!

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