jueves, 30 de abril de 2009

Amor Platónico

Cuando yo era niño, la Vera, por estas fechas, se vestía de gala y se perfumaba, enervando todos nuestros sentidos. Gustaba de colores blancos, amarillos y lilas sobre fondos verdes. Su brisa fresca nos calmaba la sed, nos hacía cerrar los ojos y nos transportaba a lugares de ensueño donde la absoluta libertad te permitía volar, nadar o saltar sin el más mínimo esfuerzo. ¡Claro que se respiraban las almendras!, pero había algo más en el aire….
La Vera no era demasiado respetuosa con los colores negros, morados y púrpuras, que don Agapito estimaba decentes en los días que se amordazaban los sonidos (las cabras llevaban esquilas con silenciador). Sólo la matraca tenía derechos acústicos en la Semana Santa, justificados por el pregón al que antecedía: “ Esta tarde, a las ocho, en la Iglesia Parroquial, Santos Oficios con Lavatorio de Pies. También habrá sermón del Padre Dominico y Velatorio del Santísimo”.
El párroco mostraba su cara más avinagrada cuanto más resplandeciente se mostrara la moza norteña y ni siquiera la perdonaba cuando algunos días se ponía el velo. Decía, el buen hombre, que lo hacía para provocar, porque así destacaba más su sonrisa.
Decidí dejar de jugar a los bolindres y de ponerme pantalón corto, el día que Itziar Verástegui (alias la Vera) rozó accidentalmente mi flequillo con el vuelo de su falda. Yo tenía nueve años y ella dieciocho. Aquella flor silvestre, hija de desterrado, volvió a San Sebastián un año después, afortunadamente yo ya no estaba en el pueblo, porque de ser así habría muerto. Y es que no es lo mismo abandonar que ser abandonado.
Jaht

miércoles, 29 de abril de 2009

Entrañable Sala Porno

Desde bien jovencito su gran admiración por el cine y las estrellas lo fue acercando cada vez más a la pantalla. Empezó muy atrás, en la última fila, asomando los ojos, como platos, por encima del respaldo de la butaca tras la que se parapetaba. Lle­gaba, en aquellos días, con la “peli” empezada y desaparecía antes de que se encendieran las luces. La taquillera era la única que conocía a aquel solitario bar­bilampiño al que pidió el carné justo el día que cumplía 18 años.
Treinta años después, los dos, agarrados de la mano, lloraban mientras una excavadora avanzaba sin piedad hacia una pared blanca que permanecía en pie entre los escombros. Ayer era una sala de barrio anti­convencional, húmeda y habitada por gemidos y roza­mientos que, sumados (actores y espectadores), compo­nían la banda sonora del “Regocijo” que en su hall, rojo pasión, tenía un póster (en inglés) de Garganta Profunda y otro de El fontanero, su mujer y otras cosas de meter. Hoy no es nada.
Jaht

martes, 28 de abril de 2009

Ayer fuimos marroquíes

Hace casi treinta años que cogí la maleta de madera y escapé de la Edad Media y el feudalismo para trabajar en el extranjero. Tú sabías muy bien que me ví obligado a tomar aquella decisión. Estaba harto de ser tratado peor que los perros. Tenía las manos rotas, el orgullo pisoteado y a los veinticuatro años me encontraba encarcelado en mi propia tierra, que no era mía, y en mi propio pueblo que era de cuatro.

Salí de noche junto a Tomás y Enrique, como si fuéramos fugitivos y era cierto que estábamos huyendo. Huíamos de todo y de todos y, aunque ilusionados, la verdad es que estábamos muertos de mied
o. Por suerte el miedo nos dio alas en lugar de paralizarnos. Hoy recuerdo muy claramente que tanto madre como tú intentásteis retenerme hasta el último momento y que os quedásteis llorando en la plaza del pueblo cuando arrancó el taxi que nos llevaba a Navalmoral a coger el tren.
Tú tenías entonces los años que yo tengo ahora pero estabas muy viejo. Habías trabajado tan duramente la tierra de los demás que tus pies habían echado raíces en las noches de riego y eras una prolongación sarmentosa y con boina. Tu pariente más cercano en cuanto a apariencia física bien pudo ser el olivo, y tu paciencia y conformismo no envidiaban la actitud penosa y serena del árbol centenario. Sabes que sufrí mucho al dejaros, porque aunque nunca os lo había dicho yo os quería. Nuestros largos silencios, en el campo y bajo el sol, eran prácticas telepáticas.¡Hacíamos buen equipo, padre!.

¡Cuánto tiempo ha pasado!, pero qué frescos están todos los recuerdos de aquellos días. Tomás, Enrique y yo que apenas habíamos salido del pueblo, llegamos tras dos días de viaje a una ciudad alemana de la que sólo conocíamos el nombre y eso porque iba escrito en un papel. Fue como meterse en la máquina del tiempo y trasladarse cien años por delante del presente. Retrocedimos al estado inocente de la niñez y empezamos desde cero a conocer todo y a aprender cada cosa que aparecía ante nuestros ojos sin pestañeo y que penetraba en nuestros abiertos oidos.


El trabajo para nosotros, hombres de campo y de jornadas de sol a sol, era un entretenim
iento insulso. Nos sabía a poco y por eso metíamos muchas horas por ver si el cuerpo se nos cansaba, porque nos parecía un sacrilegio ir a la cama con tanto desahogo.Eramos los primeros emigrantes y ellos necesitaban nuestros brazos para hacer y embolsar millones y millones de salchichas. Nos dimos cuenta, a medida que nos íbamos adaptando, que los trabajos más duros y desagradables los hacíamos nosotros, pero esto no nos preocupaba demasiado y lo considerábamos normal. Además todos los meses cobrábamos más de lo que nosotros hubiéramos nunca imaginado.Nos trataban bien entonces los alemanes y no digamos las alemanas. Acostumbrados al puritanismo de nuestras mujeres y a su afán por ocultar los encantos, enseguida nos dimos cuenta que habíamos llegado a Sodoma. No éramos capaces de desviar nuestros ojos de sus blancas carnes y sus tentadoras sonrisas y muy pronto, casi sin quererlo, caímos por una maravillosa cascada de desenfreno. Pero ya te conté una vez que aquello, para nuestro asombro, no nos costaba un duro. Es más nos agasajaban tanto ellas como sus padres, e incluso algunos maridos .

Todas aquellas sensaciones y descubrimientos fueron pasajeros. Los años fueron poco a poco dejando las cosas en su sitio y yo me dí cuenta que aquel no era mi lugar. Me dí cuenta que era extranjero y a pesar de que habían llegado muchos más españoles, el sol continuaba calentando poco y la intranquilidad por teneros tan lejos se me iba clavando como una astilla en el alma. Es cierto que nos veíamos una vez al año y que manteníamos correspondencia, pero esto no hacía más que aumentar mi nostalgia y todo
s los días pensaba en el regreso.
Luego me dejé arrullar por el conformismo y sacrifiqué mis ansias de volver en aras de la comodidad y del empleo seguro. Había que ser muy valiente para enfrentarse otra vez a una realidad extremeña, que seguía siendo dura, y yo había caido en una confortable cobardía. Me casé y se fueron distanciando mis vueltas a casa. Os alimenté con buenas palabras, algún dinero y fotografías de los nietos. Vosotros confesábais estar contentos por mi situación y porque todo me iba bien y me animábais diciéndome que no me preocupara, que a vosotros no os faltaba de nada y que no se puede tener todo en la vida.

Llegó el momento en que empezar
on los alemanes a mirarnos por encima del hombro. Ya no éramos aquellos que contribuyeron con su trabajo a levantar el pais. La crisis parió desempleo y nosotros nos convertimos de la noche a la mañana en intrusos e incluso en enemigos. De nada servía alegar que les habías entregado parte de tu vida, ni siquiera el que tus hijos fueran alemanes era suficiente para perder la etiqueta de usurpador. Y allí estaba yo, sin identidad, sin ningún apoyo. Allí no nos quieren ver y aquí tampoco somos ya bien recibidos. Hemos quedado troceados en estaciones de tren, en aeropuertos y en las aduanas. Y todo por buscar de comer, por comprarnos casa y coche y querer vivir con dignidad. Es tal la situación que estoy cogiendo complejo de culpabilidad, ¿habré hecho algo malo, para ser tratado así?. Tú ya no puedes contestarme padre, aunque sé que me dirías que la vida es así y que qué le vamos a hacer.
Estoy muy cansado y muy sólo. Se me vino encima toda la soledad cuando supe que te me estabas muriendo. Tuve la sensación de que tus hombros soportaban aún la mitad de mi carga y a medida que morías toda las pesadumbre se trasladaba a los míos.


Hoy he vuelto a casa y tú no has salido a recibirme. Estás en tu habitación más pálido y mejor afeitado que nunca. Ha desaparecido todo el sol que habitaba cada uno de los poros de tu piel y la luz de las velas amarillea tu figura sa
rmentosa. No voy a llorar, porque a ti no te gustaría. Sólo lamento todo el tiempo perdido, estos treinta años de ausencias, cambiando afecto por dinero y salchicas. Sin ellas: ¡Cuántas veces, padre, hubiéramos bajado al río para no hablar, y contemplando los peces y perfumándonos de saúco, hubiéramos sacado de tu petaca, hebras de tabaco!.




Del baúl de mi padre -1987- Jaht

lunes, 27 de abril de 2009

Segadores

El aire no circulaba, estaba simplemente, y su compañía era incómoda. Los hombres apagaban la sed, esa sed infinita, con vasos de aguardiente de incógnita graduación y el sudor les quemaba mientras manaba desde las sienes al cuello, al pecho y al bajo vientre, dejando manchas oscuras en camisas y pantalones junto a otras ya residentes y de edad indefinida. Esperaban. La estancia: un local de paredes de adobe que algún día estuvieron encaladas, a juzgar por los restos de cascarillas blancas que las salpicaban; y por todo vestido púas y sombreros de paja que colgaban de algunas de ellas. Sobre una repisa de ladrillo un botijo, huérfano de agua y rico en telarañas. Los hombres, unos de pie, otros tumbados, tres veces más de lo recomendable por la lógica del espacio, esperan, y espantan el olor a pobre humanidad con apestosos cigarros de petaca. En la puerta cerrada del habitáculo hay pegada una fotografía de tonalidad sepia y uno de los segadores jóvenes se escapa a través de ella y alterna en ese bar elegante con perfumadas mujeres y caballeros que toman refrescos de colores y Gin-Tónic. Una de las jovencitas con pamela le seca la frente y le invita a sentarse con ella bajo la fresca brisa del abano y a reclinar la cabeza ardiente sobre su mullido regazo. Duerme, duerme, con música de piano… y despierta sobresaltado tras un portazo y un vozarrón:
- Vamos, se acabó la siesta y la vagancia, a ganarse el jornal.

-De mis días de jornalero-
Jaht

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