Las cosas no pintaban bien para César cuando hace unos 18 años decidió acercarse cautelosamente y con una exquisita educación, que intentaba infructuosamente servir de barrera, a los aledaños de la mesa uno del Café de Freddo. Los tertulianos de aquellos días le habilitaron un cálido nido, que previamente habían acolchado con respeto y camaradería, a sabiendas que llegaba derrotado tras una dolorosa travesía, salpicada de fracasos y desafectos.
Luego, tras él, llegaron otros, atraídos por el embrujo de sus palabras y el cantarín discurrir de un río de sabiduría que, cual bebedizo mágico, aliviaba nuestra sed de conocimientos.
Entre las posibilidades que, como conversador, le brindaban Jaraíz y sus aledaños eligió una modesta mesa redonda, casi una camilla, en la que debatió de tú a tú con mecánicos, fotógrafos, cerrajeros, médicos, compañeros de instituto, alumnos, jornaleros, parados...; y entre Ducados y cervezas prestó oídos a quienes, como a él, desazonaba la vida.
Las estaciones marcaban también el color y la temperatura de las charlas, las largas charlas, que entonces importaban más que cualquier otra cosa. Del caliente refugio cerca de la pizarra, mecidos por la música de Jazz, saltábamos a la calle (...que ya es hora), donde bajo el jolgorio de los vencejos y el errático aleteo de los murciélagos abríamos cada primavera una nueva temporada de terrazas. César aparecía entusiasmado, también porque las blancas y perforadas sillas de la pizzería le anticipaban que estaba próximo el fin del curso, y elegía un sitio que le permitiera colocar su espalda contra la pared. Decía que esta manía era una tara de su infancia y que él era fiel a sus debilidades, pero algunos siempre sospechamos que se refugiaba en esta excusa por no declararse mirón incorregible y para no perder la oportunidad de vigilar la calle y sus movimientos; desde ese mirador privilegiado salieron algunos de sus cuentos y muchos de los personajes que pueblan su minimalista mundo literario.
Cayeron años como hojas. La existencia, la intemperie o el azar llevaban y traían parroquianos a la mesa que alguien denominó de los escritores, aunque sólo había uno. Nuestro amigo César decidió quedarse para siempre, abonado, y formando parte de ella incluso cuando se hallaba encaramado al púlpito de un taburete.
Una tarde de Mayo nos presentó a Hola, una perra tuerta y canela que había salvado de la crueldad callejera y del atroz escarnio que sufren los sin papeles. Ella se hizo dueña de la casa y él ya no tendría que cargarse de valor para volver al lugar en que nadie le esperaba. Además, su nombre, el de la paciente amiga, era una necesaria pildorilla de ánimo y de ahora en adelante nadie podría decir que hablaba solo.
En un período de desavenencias con su propia soledad aprovechó para hacer nuevas intentonas en el peligroso mundo de la pareja, con "seres humanos", como él se hubiera encargado de aclarar; y tras agrios encontronazos, que reabrieron viejas heridas, llegó el encuentro con Begoña que fue capaz, no sin esfuerzo, ayudada por el poderoso bálsamo del querer, de domeñar al niño que el buen escritor y mejor persona llevaban dentro.
Y la vida transcurría al ralentí: sosa, monótona y previsible; ¿qué más puede pedir quien huye de las sorpresas y las aventuras?.
Más hojas; algunas nieves; El Cuchillo de Jorge Cafrune; llegada del galgo que se quedó en proyecto; adiós al "insti", adiós a las caricaturas; libros leídos, libros por leer; guitarras; encajar críticas laudatorias; Paso de contarlo; churros y chocolate con el Pink; escapadas al Gallinero; ¡ojo, Pedrito!; helados para Mohamed; ¡insufribles invasiones agosteñas!; paseos con dos perros parias; conversaciones con mi psicóloga; ¡por dios!; tardes de Freddo; Hola, adiós; curso de alemán; taller de lectura; la familia Acquaroni; coplillas para Mario; teórica de motos; Nuevo Café; devorar internet; paseos con un perro de buena planta y sin pedigree; series televisivas; karma con agujeros (como los calcetines); tabaco; la casa de Bego; ¡qué alegría Rocío!, ya de vuelta; carcajadas con Ortega y Pacheco; bermudas, bastón y gorrita; Manolo y Conchi; Jose, por favor, haz llegar este paquete a Valentín; hay que repetir esto; llamadas perdidas; Rafa y Milo en la puerta del ambulatorio; aquí tienen muchos medios; Pedrito, me han enseñado tarjeta amarilla, por fumador; ----------------
Justo ahora, César, cuando los rotos parecían bien zurcidos y la vara mágica del tiempo había convertido los estridentes violines en flautas dulces y las encendidas arengas en serenas reflexiones. Nosotros habíamos apreciado aquello y gustábamos de esto, porque por encima de cualquier otra consideración lo que nos importaba era tu compañía.
Nos vas a permitir: que te sigamos viendo doblar cualquier esquina, oírte toser muchos metros atrás, que hablemos de ti aunque te hayas ido y nos riamos con tus cosas, con las que vivimos juntos y las que hubiéramos vivido, si la fría madrugada del 18, te hubieras quedado de este lado del túnel en lugar de seguir la resplandeciente luz, buscando posiblemente un mejor lugar para la lectura.
Para quienes conocieron al mismo César que yo conocí y sienten escalofríos por el cariño perdido.
Y para Manolo Merino, el fotógrafo.
Y para Manolo Merino, el fotógrafo.
Jaht