domingo, 22 de noviembre de 2009

Cine de Autor


Sólo una cosa compartieron los asistentes a aquella proyección: Nadie quedó indiferente.
Algunos, ofendidos, abandonaron la sala a medio metraje. Otros esperaron en vano una respuesta a cuanto sucedía en la pantalla. Hubo quien monologó, altivo, con el director a lo largo de la representación, formando parte viva del proyecto, y quien se interesó a la salida por la residencia de “ese sinvergüenza que m’a birlao cinco pavos”
Los programadores, temerosos, hicieron círculo, como los caballos que sienten el acoso de los lobos; y la taquillera, con el botín bajo el brazo, puso tierra de por medio cuando los murmullos iban “in crescendo”.
Quienes habían acudido espoleados por el escándalo salieron escandalizados, pero descontentos (esa actitud no la entendí). Los que entraron con el centro de gravedad bajito daban angustiosos traspiés, con las manos en la espalda, buscando algo que debía estar por debajo del nivel del suelo. Los más vehementes aprovecharon la pasarela central para rasgarse las vestiduras y uno, que no se llamaba Nikito, si no Quinito, se hizo el hara-kiri con muy poco honor, todo hay que decirlo, porque había comido coles.
En este ambiente, más caliente que cálido, es perdonable que los cuatro que disfrutaron de aquel extraño film no dijeran ni pío, amparándose en aquello de que es mejor ser un cobarde vivo que un héroe muerto.
Ni que decir tiene que esta bochornosa situación no tuvo lugar en la Sala Avenida, donde al reclamo del Cineclub El Gallinero acude un personal correcto y exquisito con un nivel crítico y un respeto fuera de toda discusión. Como mucho, los más exigentes, se atreven a decir “irreverencias” del tipo: “Jopelines, me ha incomodado ligeramente esta visión distorsionada del genio danés”.
Jaht


A El Gallinero que ha tenido la osadía de poner una película más (y van cuatro) del irreductible Lars Von Trier, con todo el riesgo que ello supone. 

¡187,  y seguimos! 
¡Larga vida al cineclub!.                                                    

martes, 10 de noviembre de 2009

François



El sol irradiaba aquella mañana de tu blanca tez de niño. Qué más podías pedirle a la vida si había luz y pan, corrías sin cansarte, la sonrisa encendía tu cara y reías porque la levedad te hacía flotar, y la brisa primaveral te cosquilleaba. Te esperaban en casa y querías llegar antes de que la baguette se enfriara. De ahí que compitieras con tu sombra y con la ventaja de que había pocos viandantes. Y es que en aquellos días París era un pueblo y podías cruzarte por la calle con el tío Pablo, ese señor de España que, decían, era buen pintor y al que le gustaba hurgar en los contenedores,  e incluso con el loco de Ronis, el hijo de la viuda pianista, que disparaba a todo lo que se movía.
Las mujeres, que jaleaban tu carrera, llevaban aún pañuelo en la cabeza y las madres olían a ternura y sus brazos eran cálidos y suaves. Tenías ganas de volver pronto para respirar el café y el croissant que, como cada Domingo, tu padre tomaba en la cama mientras leía Libération. La portada del matutino hablaba de que un tal Jonas Salk, americano de origen polaco, había inventado una vacuna contra la poliomielitis y de los éxitos del nadador  Jean Boiteux al que su padre, con boina, abrazaba dentro de la piscina.
Nunca olvidarás aquel día, ni la espléndida matinée, porque todos tus sentidos funcionaron al unísono y te hicieron fuerte e indestructible. Paraste el mundo, pero no para bajarte sino para observar con más detalle cuanto te rodeaba, y por momentos fuiste el ser más feliz de la tierra; y la justificación de que la vida merece vivirse aunque solo sea para eternizar esos segundos en que la inocencia y la alegría se imponen a la realidad, que resbalaba sin asidero por tus seis largos años de vida.

Hoy, 57 otoños después, al cerrar los ojos, has vuelto a ver al fotógrafo de aquella festiva mañana y  han retornado el tufillo a orín de perro impregnado en las piedras y la fragancia de los primeros narcisos del parque; y los evocadores efluvios de la acicalada señora que acude a misa, del obrero recién afeitado y del betún de las botas del gendarme. Y es que los Domingos olían diferentes y sonaban distintos: campanas, diales saltarines, tranvías alegres, pájaros tenores, ruidos musicales y cambalache.
Cuando sea lunes: las barberías, los ultramarinos con ruedas de arenques en sus puertas, los gritos de la verdulera, los silbatos de los guardias de tráfico y los emberrenchinados R4, se harán cargo de la calle.

Cuando sea lunes….
Cuando sea lunes: irás a recoger a tu nieto que no se llama François y te enterarás, en el kiosco de periódicos, que el hijo de la pianista ya no está entre nosotros y, aunque ya sabías de su edad, sentirás que la cebolla de tu vida ha perdido otra capa; y el frío recorrerá tu espalda, sin escapar de tu cuerpo, quedándose instalado en un rincón cerca de la cabeza. Lo que pasa siempre que muere uno de los nuestros.
Y al salir del colegio el niño te preguntará una vez más:
-Abuelo, ¿cuando vamos a ir a ver a ese señor que te hizo una foto vestido de antiguo cuando eras como yo?
Y, esta vez, responderás lo de siempre:
- Pronto Willy, muy pronto.
Y le estrecharás con fuerza para ahuyentarte el frío y pensarás en todos los brazos que ya nunca te abrazarán.
Jaht 


A la memoria de Willy Ronis fotógrafo francés que murió el 12 de Septiembre del 2009 a la edad de 99 años. 
Por haber vivido enarbolando la única bandera que debiera importarnos: 
La Humanidad. 

Y para Le Petit Parisien, allá donde se encuentre.

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