La Vera no era demasiado respetuosa con los colores negros, morados y púrpuras, que don Agapito estimaba decentes en los días que se amordazaban los sonidos (las cabras llevaban esquilas con silenciador). Sólo la matraca tenía derechos acústicos en la Semana Santa, justificados por el pregón al que antecedía: “ Esta tarde, a las ocho, en la Iglesia Parroquial, Santos Oficios con Lavatorio de Pies. También habrá sermón del Padre Dominico y Velatorio del Santísimo”.
El párroco mostraba su cara más avinagrada cuanto más resplandeciente se mostrara la moza norteña y ni siquiera la perdonaba cuando algunos días se ponía el velo. Decía, el buen hombre, que lo hacía para provocar, porque así destacaba más su sonrisa.
Decidí dejar de jugar a los bolindres y de ponerme pantalón corto, el día que Itziar Verástegui (alias la Vera) rozó accidentalmente mi flequillo con el vuelo de su falda. Yo tenía nueve años y ella dieciocho. Aquella flor silvestre, hija de desterrado, volvió a San Sebastián un año después, afortunadamente yo ya no estaba en el pueblo, porque de ser así habría muerto. Y es que no es lo mismo abandonar que ser abandonado.
Jaht
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