Habían sido tan imprescindibles el uno para el otro como lo son el aire y el agua en nuestras vidas. Se quisieron tanto durante aquellos años que posiblemente gastaron el amor; y un día, cuando ya las relaciones se derretían, él se dió cuenta que no recordaba el nombre de ella, ni ella el de él. Los amigos, acostumbrados a pronunciar sus nombres al alimón, no fueron capaces de sustantivar sus apariciones individuales y se referían a ellos como: “el hombre, o la mujer, de la pareja que era feliz”. Comenzaron, sin darse cuenta, a odiar todo aquello que habían disfrutado juntos: el cine, el otoño, las canciones de Paco Ibáñez, el sexo en los días lluviosos, los paseos bajo la luna llena, el café y las mandarinas. Por el contrario, fueron pasando: de ateos a ultracatólicos, de risueños a taciturnos y de Amigos de la Cerveza a la Liga Antialcohólica; en un intento desesperado de salvarse. Pero la corrosiva intemperie, en tres años, no dejó de ellos ni una brizna de su existencia
. El anonimato más feroz les engulló. Hoy, nadie recuerda sus nombres ni a qué se dedicaban, pero quienes les conocimos, sí aprendimos que hay que protegerse cuando arrecian las ráfagas del desamor, que no se puede salir sin escudo y que hay que vacunarse contra un mal que hiela la sangre aunque sea Agosto y aunque estés en Sevilla. Jaht
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