miércoles, 6 de mayo de 2009

Las Pastillas de Argimira

Cuando la tía Argimira, que regentaba el kiosco de la plazuela, comenzó a vender aquellas pastillas entre dulces y picantes, con una chispa de limón, a duro la unidad; alguien en el pueblo, dicen que fue Paco “Vinagre”, apostó que la buena mujer no vendería ni una docena, a pesar de su honradez y la mano santa que tenía para la confitería. Y es que el precio parecía ciertamente abusivo. Pero siete días después el propio Paco y otros vecinos cariacontecidos, esperaban impacientes y ordenados la llegada de la señora “Argi” al puesto. Y es que a lo largo de la semana se sucedieron acontecimientos que apuntaban a dichas pastillas como las autoras de los hechos: la Matilde se había levantado de la cama en la que llevaba postrada tres años, el equipo de fútbol ganó por primera vez al pueblo de al lado (24-2 fue el resultado), la mujer de Jeromo “Pichatoro” (noventa añitos) volvió a llenar las noches de Praderilla con relinchos lujuriosos, para asombro de los menores de treinta años que nunca se habían creído la historia; los niños ayudaron de buen grado a sus padres en las faenas del campo y levantaban fardos de tabaco y maquilas de pimiento como si estuvieran rellenos de humo...
La quiosquera negaba ser artífice de tamañas supercherías pero se vio obligada a aumentar su jornada laboral, al regresar a casa, porque la demanda de las pastillitas, que ella misma envolvía en papel de plata tintado en rojo, iba en aumento. La situación, no obstante, empezaba a incomodar a nuestra mujer, acostumbrada a una vida rutinaria y sin sobresaltos.

El quinto día, de esta nueva era, fue Domingo y hubo comentarios poco amables sobre la profesionalidad de algunos autónomos; ya que la tía Argimira decidió ir a misa, como había hecho durante toda su vida, en lugar de abrir el kiosco. Inexplicablemente ese día la Iglesia estaba semivacía y el párroco, rebosante de ira, lanzaba rayos desde el púlpito que atravesando los gruesos muros se disolvían en canoros trinos y polícromas mariposas al llegar a la Plaza del Ayuntamiento y sus tabernas. Allí la gente, relajada: charlaba, tomaba el sol, se divertía… e incluso, ventoseaba con estentórea naturalidad bajo el blasón patrio. En la homilía, que iba sobre becerros de oro, algunas de las rapaces miradas del cura y algún dedo acusador tuvieron como objetivo a la quiosquera que, abochornada, recomponía su velo y se hacía cruces, sin entender nada.

Sobre los ingredientes que conformaban las codiciadas tabletas había muchas hipótesis: ¿miel, pimentón, flores, leche de burra, vino dulce, agua de azahar, agua bendita, aguardiente de pepinillo…? Todos coincidían en que limón llevaban (…a saber qué tipo, de qué huerto y en qué proporción) y que los componentes no podían ser ni caros, ni exóticos; ya que los caramelos costaban cinco pesetas y la Argimira ni salía del pueblo, ni tenía contacto con nadie del exterior. Ella siempre había sido muy secretaria para lo suyo, así pues, por ese lado iba a ser difícil averiguar la fórmula. Ni el Lucas, que la pretendió años después de quedar viuda joven, pudo saber nunca qué había en los botes de la alacena, sólo contó que era muy hacendosa y nunca cataba nada de lo que hacía. Algunos corrillos, al verla pasar, rumiaron con preocupación que había sido muy buena moza, aunque machorra (estéril), pero ahora estaba muy desmejorada.
¡Y razón tenían en alarmarse!. La mañana que dejamos al “Vinagre” y los otros haciendo cola, la tía dulcera no apareció.

Lo que sigue es una nota policial :

Hallada muerta en su domicilio de Praderilla mujer de, al parecer, 72 años, aunque con apariencia física de 30. Desnuda, si bien forrada meticulosamente toda ella con papel de plata, rojo en su exterior, simulando una segunda piel. Sonrisa deslumbrante y dulce mirada que nos hizo, en un primer momento, dudar del óbito. Posible causa de la muerte: ingestión voluntaria de una enorme cantidad de pastillas acarameladas; incorporamos tres únicos sobrantes al auto para estudio en laboratorio”.
Jaht

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