domingo, 17 de mayo de 2009

Sudaca

Sólo el olor a linimento habita el vestuario. Sudoroso, cansado, las medias caídas, las espinillas sangrantes…, el jugador se derrumba sobre el banco de madera. Lejanos los gritos del público, los abucheos, los aplausos…. El silbato que hace cinco minutos le ha ordenado, tajante, abandonar el campo llega ahora almohadillado, como una pistola con silenciador. Su cuerpo exhala vapor y el relajamiento comienza a apropiarse de sus músculos.
El partido iba bien: buen juego, buen resultado, ¿por qué no aguantó?... Le duelen los vítores que ha recibido de ese fondo.
Pasan cinco minutos, se incorpora con desasosiego; se desnuda, echa al cesto la ropa empapada, lava las botas y se mete bajo la ducha. Respira profundo…El agua no le calma, sigue furioso. Deben quedar unos quince minutos para que el árbitro
pite el final, esto no puede quedar así.

Se enfunda a toda prisa un chándal y unas zapatillas, coge algo de su bolsa de deporte y corre por los pasillos y escaleras hacia el terreno de juego. Se queda a la entrada del túnel para no ser descubierto por el cuarto árbitro y espera….Enseñan el cartel anunciando dos minutos más.. Está nervioso, pero deseoso de poner las cosas en su sitio. Cuando suena el pitido final se da cuenta que ni siquiera ha visto el marcador, pero ya no hay tiempo, ni le interesa…sale como una centella, alguien quiere pararle pero no lo consigue, llega hasta el jugador de tez olivácea, el escurridizo
7 al que le hizo la brutal entrada, le coge de la mano y se lo lleva sin mediar palabra hasta el fondo sur, donde pululan los “cabezas rapadas” que le han reconocido, le aplauden y rugen venganza. El peruano asustado se pone de rodillas y nuestro muchacho no pierde más tiempo: le abraza, le pide perdón y le regala una camiseta que en un partido de copa de hace cuatro años había intercambiado con Zidane.
Esta vez sí, afortunadamente, la grada enmudeció.

Para quienes aman el fútbol y no son ni hinchas, ni forofos.
Jaht

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