Las ocho de la tarde. Una hora después de la señalada en la tarjeta fueron apareciendo tímidamente algunos personajes. Eran novatos. No sabían que las normas, no escritas, sobre el comportamiento social de los "ilustres" aconsejan retardar la puntualidad en al menos hora y media, para estar más próximos al momento álgido de la reunión: la entrada del invitado de honor.
Así pues era lógico su nerviosismo, sus miradas alrededor, sus preguntas a los camareros que, dicho sea de paso, vestían mejor que alguno de los recién llegados; de ahí su miedo a ser confundidos con la servidumbre.
Fuí, en esta ocasión, testigo ocular por mi condición de asalariado con graduación; puesto al que fuí alzado gracias a las buenas gestiones del INEM (mi cuñado trabaja allí), que atendiendo mi nivel académico me consiguió, por unas horas, la plaza de Jefe de Guardarropía en la sección: Pieles Auténticas; cargo de gran responsabilidad como se encargó de destacar mi superior, el Consejero de Asuntos Sociales, en las presentaciones.
Pude reconocer entre los advenedizos madrugadores a uno de mi pueblo, que sale mucho en las fotos, y su señora. Ostensiblemente desconcertados paseaban entre las mesas situadas a lo largo del amplio salón.
Era visible su inmadurez protocolaria, pues no sabían qué hacer con los huesos de las aceitunas. Hubiera sido terrible que algún meritorio hubiera hecho acto de presencia pillándoles en esa embarazosa situación que imposibilita el aplauso, es decir: con las manos plenas de pipos, como hubiera dicho mi abuela.
Por fortuna, la "alcaldesa" de mi pueblo vislumbró una maceta donde depositar la molesta carga, operación nada fácil al ser de diseño danés el citado objeto. Hizo partícipe del hallazgo a su consorte propinándole un codazo que a punto estuvo de costarle un ojo de la cara, al desabrochársele el grueso tirante de colores patrios.
Poco a poco el salón se fue poblando de perfumes franceses, chinchillas de la América Meridional, trajes parisinos, zapatos y bolsos de cocodrilo amazónico y supongo que también de braguitas neoyorquinas y calzoncillos italianos.
También fueron ocupando su lugar las risitas, las inclinaciones de cabeza, los aplausecillos, los comedidos abrazos, los guiños cómplices y el serrín. Sí, aunque elemento plebeyo, el serrín era al parecer inexcusable cada año. Sus señorías estaban ya acostumbradas a las presencias de cuatro sirvientes que sembraban el suelo de esas mágicas virutas que impedían que nuestros banqueros, gobernantes y adláteres dieran con sus apreciados y bien forrados esqueletos sobre el mármol de Carrara.
Efectivamente, las añejas cosechas de vino y las recientes babas de los principiantes (boquiabiertos ante tan gran despliegue de clase y elegancia) dejaban el suelo apto para el patinaje.
Como es lógico, en una reunión de tan alta alcurnia, los diferentes corrillos formados trataban temas de gran interés social y reflejaban preocupación por el delicado momento que estaba viviendo esa personalidad andaluza, de todos conocida y la disyuntiva que se le planteaba en el inmediato futuro. Sin duda era aquella tarde el tema principal...Los grupos se hacían eco de sus últimas declaraciones y se apostaba por una u otra salida.
Momentos antes de la aparición estelar de la noche, cuando ya escaseaban los bogavantes y los exquisitos patés, la mayoría estaba convencida: debía olvidar, aún estaba a tiempo de rehacer su vida. Prácticamente por unanimidad dieron su bendición a la Pantoja para mandar al "Cachuli" a hacer puñetas (el de mi pueblo también votó a favor).
En esas estábamos cuando se apagaron y encendieron las luces en dos ocasiones, avisando de la llegada del deseado. Los invitados fueron acallando sus comentarios y abriendo pasillo. Todos pugnaban por colocarse en primera fila (el paisano lo consiguió aún a costa de perder la parienta).
¿Vendrá ella?, se preguntaban ellos. ¿Vendrá él?, se preguntaban ellas.
Se abrió la puerta. Alguien inició un tímido aplauso que al momento fue clamoroso. Transcurrió un minuto y cuando decrecían las palmas se oyeron unos pasos que avivaron las muestras de júbilo y fervor. Entonces entró un jornalero uniformado con chándal de mercadillo, gorra de marca de piensos, zapatillas hadidas (estas sí, con hache) y bolsa de deporte Seúl 88; se colocó en el centro de la sala y les hizo un colosal corte de mangas, acompañado de un grácil giro de 360º, digno de Nacho Duato. Todo transcurrió tan deprisa que cuando salió nuestro hombre, ellos, estupefactos y forzados por la inercia aún no habían dejado de aplaudir.
Hace 49 minutos
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