Los de mi generación (a duro la entrada y una peseta la bolsa de pipas), pillamos el Cine del Oeste en pleno apogeo. Alimentábamos nuestras fantasías, las tardes de Domingo, en salas habitadas por seres rudos y silenciosos, por flechas, cuchillos y hogueras, por tiros y galopes…
Dos horas después, para llegar a Arizona no había que cruzar un océano, sólo el huerto del tío Ambrosio que no tenía sombrero, pero sí boina y la leche tan agria como el malo de la película, que por cierto, tenía un caballo que corría menos que el burro que intentábamos montar.
He de reconocer que siempre fuimos partidistas, nada ecuánimes, nunca dimos la más mínima oportunidad ni a los indios (salvo a Jerónimo), ni a los borrachos (salvo a Lee Marvin) y ni siquiera a los predicadores (cosa rara). El protagonista nos tenía a su lado sin reservas y le aplaudíamos hasta las trampas.
Éramos cómplices también del equipo de dirección, y poco nos importaba, que en el desierto de Almería, por donde el sheriff perseguía al fugitivo, hubiera ruedas de Land Rover, paquetes de Celtas o una antena de televisión en la cantina donde los vaqueros ahogaban sus penas, en compañía de hermosas bailarinas de charlestón, con relojes Festina.
Años después nos enteramos que las películas del oeste también habían servido para mancillar la inocencia: que los indios tenían sus razones para estar “cabreaos”, que la hermana lejana del “artista” era una amiga cercana y que alguien vestido de negro, con una tijera en su funda, nos había robado los beso; pero esto ya sería otra película, sin “happy end”.A quienes dejaron de aplaudir al Séptimo de Caballería.
Jaht
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