viernes, 22 de mayo de 2009

Querido Jaime

Hijo, espero que te encuentres bien. No sabes cuánto deseo que las ganas de vivir se impongan y frenen la carrera desbocada que te conducía hacia la muerte. Tu madre y yo confiamos en que la gente de ese centro de rehabilitación pueda ayudarte. Nosotros nada hemos podido hacer y sentimos una enorme sensación de impotencia e inutilidad.

Quiero que sepas, a pesar de los enfrentamientos que hemos tenido, que te comprendo. Sí, ahora, cuando he podido pensar me he dado cuenta de que tú no eres culpable. Perdóname porque en muchas ocasiones fui injusto e intentaba imponer la fuerza de unas razones inexistentes.
Creo que es bueno que hablemos. Es saludable que hagamos un repaso de cuanto ha sucedido, para sacarnos del cuerpo el miedo y la amargura y poder enfrentarnos al futuro con valentía.

Tú tenías veinte años y unos padres que estaban demasiado ocupados en las fórmulas para conseguir dinero. No nos dimos cuenta de que habías crecido. Comías, dormías en casa y trabajabas por temporadas; y nosotros, cuando nos acordábamos de tí, considerábamos que la vida transcurría normalmente y que cumplíamos con nuestro deber de padres. Tu madre incluso estaba orgullosa porque no nos causabas problemas, porque nunca protestabas y porque no se te conocían vicios mayores.

Cuando nos dijiste que querías marcharte, no lo entendimos. No nos entraba en la cabeza. Pensábamos que lo tenías todo. Bien es verdad, que por entonces el trabajo escaseaba, pero lo mismo había pasado otras veces y tú podías esperar porque nosotros podíamos darte para los gastos. ¡Qué tontería!, ¿verdad?.
Tu madre lloró mucho y yo traté de convencerte para que te quedaras, y quise saber las razones que te impulsaban a tomar esta decisión. Sólo dijiste: "No sé, tengo que marcharme", y entonces, por primera vez en muchos años, te miré a los ojos y ví una mirada triste y confusa; y me dí cuenta de que no nos conocíamos, de que nunca habíamos hablado de nosotros y de que ya no tenías siete años.

Nos costó acostumbrarnos a tu ausencia. ¡Eras nuestro único hijo!. Realmente, cuando te fuiste, caímos en la cuenta de lo poco que habíamos hecho por tí.
Pero fueron pasando los meses y nos conformamos de nuevo, llegando a la conclusión de que así es la vida y que de lo que se trata es de seguir viviendo.
Tus cartas, cada vez más distantes y con distintos remites, nos causaban desasosiego porque no había en ellas ni un gramo de ilusión. Ni siquiera sabíamos si nuestra respuesta llegaría a tus manos. Seguías buscando...

Nosotros manteníamos la esperanza y nos convencíamos el uno al otro de que en cualquier momento todo cambiaría, porque en el fondo tú eras un muchacho responsable y conocíamos a otros chicos que habían vuelto a casa o se habían estabilizado.
Cuando nos preguntaban por tí, comentábamos que te iba muy bien, que habías encontrado un buen trabajo y que de momento no habías pensado en casarte. Que no venías a visitarnos porque estabas muy atareado, pero que habíamos hablado por teléfono y habías prometido estar con nosotros unos días por Navidad. Sabes que nada de esto era cierto, y tampoco servía para acallar los rumores maliciosos en el pueblo.
Al parecer alguien te había visto por Madrid y, según él, estabas en una situación lamentable. Hablé con esta persona y fuí a buscarte, pero ya habías volado. Por entonces hacía casi un año que habías dejado de escribir. Nosotros seguíamos alimentando los anhelos con mucha imaginación y contando muchas mentiras respecto a tí; mentiras que llegábamos a creernos por la necesidad de agarrarnos a algo.

Aquella noche, al abrir la puerta y encontrarte en el umbral tan desmejorado, temblando y con sólo una bolsa de plástico por equipaje, sentí a la vez pánico y alegría. Cuando te abrazaste a nosotros con desesperación pensé que no había nada que no pudiera solucionar la fuerza del cariño.
Tu madre achacó tu mal estado a la mala alimentación y a la falta de cuidados (clásica ceguera maternal). Yo supe de inmediato que había algo más que te estaba destrozando, y cuando después de cenar me pediste dinero y saliste apresurado de casa, me convencí de que por desgracia mis temores eran ciertos. Mi hijo había caído en un pozo. Estimulado por el reencuentro llegué a creer que seríamos capaces de sacarte de él.

Luego vino lo demás: un verdadero infierno para tí y para nosotros. Tu dependencia, cada vez mayor, que en principio alimentábamos con nuestros escasos recursos; las peleas entre tu madre y yo, que teníamos distintos criterios a la hora de enfocar el tema, la falta de información, la vergüenza, el ocultismo y el desgaste físico y anímico de los tres.
No sé si recuerdas todo aquello porque tú vivías con una sola fijación y al margen de cualquier contacto o relación.
Nos refugiamos, tu madre y yo, bajo el paraguas de quienes sufrían también en este mundillo siniestro e intercambiábamos penas e incomprensiones; y cuando alguien nos decía: "Mi hijo está peor que el vuestro", nos sentíamos estúpidamente reconfortados.

Confieso avergonzado que en más de una ocasión deseé tu muerte. Y no era tan sólo un posicionamiento egoísta, también pensaba en tí y en lo mal que lo estabas pasando. Me acobardé y llegué al convencimiento de que nada se podía hacer, sólo esperar el desenlace final.
Me falló la gente ¿sabes?. Me fallaron los amigos y me caí también en tu pozo, aunque yo no necesitara la droga para seguir con los ojos abiertos en plena oscuridad. Y allí estaba a tu lado, en el fondo: sin hablarte, sin mirarte, sin tocarte, rodeado de jeringuillas y notando como cada minuto hacía un surco sobre mi piel. Envejeciendo deprisa, deseando que todo acabara cuanto antes.

Sabía que tu madre seguía dándote dinero, pero me daba todo igual. Sabía además que nos quedaba ya muy poco y que cuando se acabara se precipitarían los acontecimientos. Trabajaba como un autómata porque por suerte sólo necesitaba mis manos para realizar la labor rutinaria.

En este punto estábamos cuando apareció Miguel y habló con nosotros de la drogadicción como una enfermedad que puede curarse. Yo, en principio, no me creí nada. Fue tu madre la que hizo un último esfuerzo y, siempre de la mano de Miguel, se anduvo todo lo necesario para ingresarte en el centro en el que te encuentras.

Nos han dicho, tras dos meses, que estás mejor y un poquito de oxigeno ha entrado en nuestros pulmones.


Jaime, te queremos mucho. Haz lo posible por ponerte bien. Recuerdos de Ana, ella también te espera. ¡Ojalá que podamos estar juntos en las próximas ferias, tenemos ganas de presumir de hijo!.
Hasta pronto. Por favor, escribe. Tu padre:
Agosto.199o
Jaht

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